LEÓN
TOLSTOI (1828–1910)
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Tolstoi inaugurando la
Biblioteca de Yasnaia Poliana |
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Fue un novelista ruso
considerado como uno de los más grandes escritores de la literatura
mundial. Sus más famosas obras, Guerra y Paz y Anna Karénina,
representan la cúspide del realismo. Sus ideas sobre la «no violencia
activa», expresadas en libros como El reino de Dios está en
vosotros tuvieron un profundo impacto en grandes personajes como
Gandhi y Martin Luther King.
La novela Guerra y Paz
fue escrita en 1864 y narra la vida de varias
familias rusas durante los años 1805 a 1813. La selección de párrafos
que se publican a continuación relatan la iniciación masónica de uno
de los protagonistas, Pierre Bezukhoz, con una minuciosidad tal de
detalles que hacen sospechar que Tolstoi era masón y que estaba
describiendo sus propias experiencias con ocasión de su recepción como
masón. Es de destacar el discurso de bienvenida a la logia del
Venerable Maestro.
GUERRA Y PAZ
PARTE V.
CAPÍTULO II
—Es usted desgraciado, señor—continuó el viajero—. Es
joven, y yo soy viejo. Quisiera ayudarle en la medida de mis fuerzas…
—|Oh!—exclamó Pierre con una sonrisa forzada—. Se lo
agradezco mucho...
Ydirigiendo su mirada nuevamente hacia las manos del
desconocido, ob servó la sortija que llevaba. En ella vio la calavera,
símbolo de los masones.
—Permítame que le pregunte: ¿es usted masón?
—Sí; pertenezco a la Hermandad de los masones
libres—contestó el viajero mirando con expresión cada vez más
escrutadora a los ojos de Pierre—. Y le tiendo fraternalmente la mano,
tanto en mi nombre como en el de ellos.
—Temo estar muy lejos...—dijo Pierre titubeando entre
la confianza que le inspiraba el masón y la costumbre que tenía de
burlarse de esas creencias—. Temo estar muy lejos de comprender...,
¿cómo decirlo? Tengo miedo de que mis ideas acerca del mundo sean
opuestas a las de ustedes y no podamos entendernos.
—Conozco su manera de pensar; usted se figura que es el
resultado de su labor mental, pero así piensa mucha gente y esto se
debe al orgullo, a la pereza y a la ignorancia. Perdone que se lo
diga; pero, de no haber sabido esto, no habría empezado a hablar con
usted. Sus ideas son un lamentable error.
—Yo también puedo suponer que está usted en un
error—replicó Pierre sonriendo débilmente.
—Nunca me atreveré a decir que poseo la verdad—contestó
el masón, sorprendiendo cada vez más a Pierre por la firmeza y la
precisión de sus palabras—. Nadie puede alcanzar la verdad estando
solo. Con una piedra tras otra, con la participación de todo el mundo
y a través de millones de generaciones, desde nuestro antepasado Adán
hasta nuestros días, se estará erigiendo el templo que ha de ser la
morada digna de Dios—añadió cerrando los ojos.
—Debo decirle que no creo, no creo en Dios—pronunció
Pierre con pesar y haciendo un esfuerzo.
Se sentía obligado a declarar la verdad.
El masón miró atentamente a Pierre y sonrió. Su sonrisa
era como la del hombre rico que tiene millones entre las manos, y a
.quien un pobre hubiese dicho que carecía de los cinco rublos
necesarios para su felicidad.
—Pero si no lo conoce usted. No puede usted conocerlo.
Por eso es desgraciado.
—Sí, sí, soy desgraciado—repitió Pierre—. Pero ¿qué le
hemos de hacer?
—No lo conoce usted, señor mío, y por eso es usted muy
infeliz. Sin embargo, está aquí, en mí, en mis palabras, en ti, e
incluso en las sacrilegas palabras que acabas de pronunciar—concluyó
el anciano con voz trémula y grave.
Guardó silencio durante un rato, sin duda para
tranquilizarse.
—Si no existiera, usted y yo no hablaríamos de El. ¿A
quién niegas? —exclamó con entusiasmo y con severa y autoritaria
entonación—. ¿Quién lo ha inventado si no existe? ¿Por qué ha surgido
en ti la suposición de que hay un ser tan incomprensible? ¿Por qué
habéis supuesto, tú y el mundo entero, la existencia de un ser
todopoderoso, eterno e infinito en todas sus propiedades?...
Calló durante un rato prolongado. Pierre no pudo ni
quiso romper ese silencio.
—Dios existe, pero es difícil comprenderlo—continuó el
masón, con la mirada ante sí mientras ojeaba el libro. Sus manos no
podían permanecer tranquilas por la agitación interior—. Si pusieras
en duda la existencia de un hombre lo cogería en la mano y lo llevaría
ante ti para mostrártelo. Pero ¿cómo podría yo, un simple mortal, dar
a conocer toda la omnipotencia, la eternidad, la bondad de Dios al que
está ciego, o al que cierra los ojos para no verlo ni comprenderlo?
¿Al que no quiere ver ni entender su propia infamia y sus vicios?
Guardó silencio un instante.
—¿Quién eres? Te figuras ser un sabio porque has sido
capaz de pronunciar esas palabras sacrilegas—prosiguió, con una
sonrisa sombría y despectiva—. En realidad eres más estúpido, más
insensato, que un niño que jugara con las piezas de un reloj
hábilmente construido y dijera que no cree en el artífice que lo ha
hecho por no comprender su objeto. Es difícil conocer a Dios. Desde
hace siglos, desde nuestro antepasado Adán hasta hoy, nos esforzamos
por conocerlo, pero estamos infinitamente lejos de alcanzar nuestro
objetivo. Incluso en nuestro desconocimiento, lo único que vemos es
nuestra debilidad y su grandeza...
Con el corazón en un hilo, Pierre miraba con sus ojos
brillantes al viejo y lo escuchaba sin interrumpirle ni preguntarle
nada. Creía sinceramente en lo que le decía aquel desconocido. Creía
en los sensatos argumentos del masón, o tal vez se dejaba convencer,
como los niños, por el tono persuasivo y cordial de su voz trémula,
que por momentos casi llegaba a quebrarse. Sus brillantes ojos
seniles, que habían envejecido con esta convicción y el conocimiento
de su cometido que se reflejaba en su persona, sorprendían
particularmente a Pierre por contraste con su desesperación y su
propio relajamiento. Deseó creer cordialmente y creyó, experimentando
una sensación de paz y de renacimiento.
—No se le puede comprender con la inteligencia, sino
con la vida—dijo el masón.
—No entiendo cómo es posible que la inteligencia humana
no pueda concebir ese conocimiento a que se refiere usted—objetó
Pierre sintiendo con temor que surgía en él la duda. Tenía miedo de no
creerle.
El masón sonrió con su sonrisa dulce y paternal.
—La más profunda sabiduría y la verdad son como el más
puro de los líquidos del que nos gustaría impregnarnos. ¿Puedo recoger
en un recipiente sucio ese líquido y juzgar su pureza? Sólo por medio
del perfeccionamiento interior de mí mismo lograré purificar hasta
cierto grado ese líquido.
—¡Eso es verdad!—exclamó Pierre con alegría.
—La sabiduría más profunda no se basa sólo en la razón,
ni en las ciencias, como la Física, la Historia, la Química, en las
que se divide el conocimiento intelectual. La sabiduría superior es
única. Tiene una sola ciencia, la ciencia universal que explica la
creación del mundo y el lugar que ocupa en él el hombre. Para encerrar
en sí mismo esa sabiduría, es preciso que el hombre se limpie de
impurezas y renueve su yo interior. Por tanto, antes de saber hay que
creer y perfeccionarse. Para alcanzar esos objetivos, se ha
introducido en nuestra alma la luz divina que se llama conciencia.
—Sí, sí—afirmó Pierre.
—Contempla con tus ojos espirituales tu yo inteíior y
pregúntate si estás contento de ti mismo. ¿Qué has alcanzado guiándote
sólo por la inteligencia? ¿Qué eres? Es usted joven, rico, inteligente
e instruido, señor mío. ¿Qué ha hecho con los bienes que le han sido
concedidos? ¿Está contento de si mismo y de su vida?
—No; aborrezco mi vida—pronunció Pierre frunciendo el
ceño.
—Si la odias, cámbiala. Purifícate y, a medida que
vayas haciéndolo, irás adquiriendo sabiduría. Examine su vida. ¿Cómo
ha transcurrido? Entre escandalosas orgías, en la depravación y
recibiéndolo todo de la sociedad sin darle nada. Ha heredado una
fortuna. ¿En qué la ha empleado? ¿Qué ha hecho para su prójimo? ¿Ha
meditado que hay miles de seres que son esclavos suyos? ¿Ha pensado en
aliviarlos física o moralmente? No. Se ha aprovechado de su trabajo
para llevar una vida licenciosa. He aquí lo que ha hecho usted. ¿Ha
elegido un puesto en el medio que podría ser útil a su prójimo? No. Ha
dejado que su vida transcurra en medio del ocio. Después se ha casado,
imponiéndose la responsabilidad de guiar a una mujer joven. Pero ¿qué
ha hecho? No le ha ayudado a encontrar el camino de la verdad, y la ha
conducido a un abismo de mentiras y desgracias. Un hombre le ha
ofendido y usted le ha matado. Dice usted que no conoce a Dios y que
aborrecesu propia vida. En eso no hay nada ingenioso, señor mío.
…
Le doy las gracias. Estoy de acuerdo con usted en todo.
Pero no crea que soy tan malo. De todo corazón desearía ser como usted
quisiera que fuese, pero nunca he encontrado ayuda de nadie... Por
otra parte, yo mismo tengo la culpa de todo... Ayúdeme, instruyame y
tal vez llegue a ser...
Pierre no pudo seguir; respiró profundamente y se
volvió.
El viejo guardó silencio durante largo rato, sin duda
meditando algo.
—La ayuda no viene más que de Dios—dijo—. Sin embargo,
nuestra orden le ayudará en la medida que pueda. Entregue esto al
conde Vilarski en San Petersburgo—dijo sacando la cartera y
escribiendo unas palabras en un pliego de papel doblado en cuatro—.
Permítame que le dé un consejo. Al llegar a la capital, permanezca
aislado, medite sobre sí mismo y no siga por los antiguos caminos de
su vida. Le deseo buen viaje y mucho éxito—añadió, al advertir que el
criado había vuelto.
Aquel viajero era Osip Alexeievich Basdeiev, según se
enteró Pierre por el registro del maestro de postas. Era un célebre
masón y martinista de la época de Novikovsky. Mucho rato después de su
partida, Pierre, que no se había acostado ni pedido caballos para
continuar el viaje, recorría la sala reflexionando sobre su licencioso
pasado e imaginándose con entusiasmo un porvenir nuevo, dichoso e
irreprochable. Le parecía que era fácil de alcanzar. Creía que había
sido depravado sólo porque había olvidado, por casualidad, que era
conveniente ser virtuoso. En su alma no quedaba ni una sombra de sus
antiguas ideas. Creía firmemente en que era posible la fraternidad
entre los hombres, unidos a fin de ayudarse mutuamente en el camino de
la virtud. Así se le aparecía la masonería.
CAPÍTULO III
… el joven conde polaco Vilarski, al que Pierre
conocía de vista por haber coincidido con él en la sociedad de San
Petersburgo, entró inopinadamente en su habitación. Tenía un aire
solemne, semejante al que tuviera el testigo de Dolojov cuando le
visitara. Después de haber cerrado la puerta y de haberse asegurado
que Pierre estaba solo, se dirigió a él:
—Vengo a verle con un encargo y una proposición,
conde—dijo, sin tomar asiento—. Una persona que ocupa un puesto muy
elevado en nuestra hermandad ha insistido en que se le admita a usted
antes del plazo, y me ha propuesto que sea su fiador. Considero un
deber sagrado cumplir la voluntad de esta persona. ¿Quiere ingresar,
garantizado por mí, en la fraternidad de los masones libres?
El tono frío y severo de ese hombre sorprendió a
Pierre. Lo había visto casi siempre en los bailes, con una amable
sonrisa en los labios, en compañía de hermosas mujeres.
—Sí, quiero—contestó.
Vilarski inclinó la cabeza.
—Otra pregunta, conde. Le ruego que me conteste con
entera franqueza, no como futuro masón, sino como un galant homme. ¿Ha
abjurado usted de sus antiguas ideas? ¿Cree en Dios?
Pierre se quedó pensativo.
—Si... sí, creo en Dios.
—En este caso...—continuó Vilarski.
Pero Pierre le interrumpió repitiendo:
—Creo en Dios.
—En este caso, podemos ir ahora mismo. Mi coche está a
su disposición.
…
Vilarski tomó un pañuelo y vendó
los ojos a Pierre; al hacer el nudo en la nuca le cogió un mechón de
cabellos. Después lo atrajo hacia sí, le dio un beso y, de la mano, le
llevó a otro sitio. A Pierre le molestaba el mechón de cabellos atado,
hacía muecas, pero sonreía avergonzado. Su enorme figura, con los
brazos caídos, la cara risueña y el ceño fruncido, avanzó en pos de
Vilarski con vacilantes andares.
Cuando había recorrido unos diez pasos, Vilarski se
detuvo.
—Le suceda lo que le suceda, debe usted soportarlo con
valentía si está firmemente decidido a ingresar en nuestra hermandad.
Pierre contestó moviendo la cabeza afirmativamente.
—Cuando oiga ruido en la puerta, desátese los ojos. Le
deseo valor y buen éxito—dijo.
Y después de estrecharle la mano, salió.
Al quedar solo, Pierre siguió sonriendo como antes. Por
dos veces se encogió de hombros y se llevó las manos al pañuelo como
para quitárselo, pero volvió a bajarlas. Los cinco minutos que estuvo
con los ojos atados se le antojaron una hora. Se sentía cansado, le
pesaban los brazos, y sus piernas empezaban a vacilar. Experimentó las
sensaciones más complejas y diversas. Tenía miedo de lo que iba a
ocurrirle y aún más de demostrarlo. Sentía curiosidad por saber lo
que iba a pasar, por lo que iban a revelarle, pero se alegraba, sobre
todo, de que hubiese llegado el momento de entrar, por fin, en la
senda de la renovación y de la vida activa y virtuosa con la que
soñaba desde su encuentro con Osip Alexeievich. Oyó fuertes golpes en
la puerta. Se quitó el pañuelo y miró en torno suyo. La habitación
estaba completamente oscura. Tan sólo en un rincón ardía una
lamparilla colocada en el interior de un objeto blanco. Al acercarse,
Pierre vio que estaba sobre una mesa negra en la que había un libro
abierto. Eran los Evangelios. La lamparilla se encontraba en una
calavera. Después de leer las primeras palabras del Evangelio: «Al
principio era el Verbo y el Verbo era Dios», Pierre rodeó la mesa y
advirtió un gran cajón abierto. Era un féretro lleno de huesos. No
le sorprendió en absoluto lo que veía. Con la esperanza de entrar en
una vida nueva, completamente distinta de la de antes, estaba
dispuesto a ver cosas aún más extraordinarias. La calavera, el ataúd,
los Evangelios..., le parecía que había esperado todo esto e incluso
más. Procuró excitar el enternecimiento en si mismo y miró en torno
suyo. «Dios, la muerte, el amor y la fraternidad de los hombres», se
dijo relacionando con estas palabras una idea vaga¿ pero gozosa. De
pronto, se abrió la puerta. Pierre, que se había acostumbrado ya a
aquella débil luz, vio entrar a un hombre de baja estatura. Sin duda,
venía de una habitación iluminada porque se detuvo un momento y
después avanzó cautelosamente hacia la mesa en la que apoyó sus
pequeñas manos cubiertas con guantes de cuero. Llevaba un mandil
blanco de cuero, que le cubría el pecho y parte de las piernas; en su
cuello había algo semejante a un collar y una gola blanca le rodeaba
el rostro alargado.
—¿Para qué ha venido aquí?—preguntó volviéndose hacia
Pierre, guiado por el rumor que éste había producido—. ¿Para qué ha
venido aquí, usted, que no cree en la verdad de la luz, usted que no
la ve? ¿Para qué ha venido? ¿Qué es lo que quiere de nosotros?
¿Sabiduría, virtud, luz?
En el momento en que la puerta se había abierto para
dejar paso a aquel desconocido, Pierre experimentó una sensación de
miedo y de veneración semejante a la que sentía en su infancia al
confesarse; estaba a solas con un hombre extraño a él por sus
condiciones de vida, pero cercano por la fraternidad de los humanos.
Pierre se dirigió hacia el maestro (así llaman los masones al hermano
que instruye al que trata de ingresar en la hermandad). Le latía el
corazón con tal fuerza que se le cortaba la respiración. Al acercarse
a él le reconoció: era Smolia-ninov. Le resultó ofensivo pensar que
fuese un hombre conocido, aunque en realidad sólo era un hermano y un
instructor virtuoso. Tardó mucho en poder hablar, de manera que el
maestro repitió su pregunta.
—Si, yo... yo... deseo la renovación —pronunció Pierre
con esfuerzo.
—Bien—dijo Smolianinov, prosiguiendo inmediatamente—:
¿Tiene us ted idea de los medios a través de Ion cuales nuestra
sagrada orden le ayu dará a alcanzar su meta?—preguntó con calma,
aunque apresuradamenic —Espero... que me guíen..., que me ayuden... en
la renovación—dijo Pierre con voz trémula, embrollándose por su
alteración y por la falta de costumbre de hablar en ruso sobre temas
abstractos.
—¿Qué idea tiene usted de la francmasonería?
—Creo que es la fraternidad y la igualdad de los
hombres con fines virtuosos —replicó Bezujov avergonzándose, a medida
que hablaba, del contraste de sus palabras con la solemnidad de aquel
momento—. Creo que...
—Bien—añadió Smolianinov, sin duda satisfecho de esta
respuesta—. ¿Ha buscado usted en su religión los medios para alcanzar
la meta?
—No. La consideraba falsa y no he seguido
practicándola—replicó Pierre en voz baja.
Smolianinov, que no lo había oído, le preguntó qué
decía.
—Era ateo—explicó Pierre.
—Busca usted la verdad para seguirla, es decir, busca
la sabiduría y la virtud, ¿no es eso?—inquirió Smolianinov después de
un momento de silencio.
—Sí, sí—afirmó Pierre.
Smolianinov tosió y, cruzando las manos enguantadas
sobre el pecho, comenzó a hablar:
—Ahora debo revelarle el objetivo principal de nuestra
orden. Si ese objetivo concuerda con el suyo, su ingreso en nuestra
fraternidad será provechoso. La finalidad esencial, la base de nuestra
orden, que ninguna fuerza humana puede echar abajo, consiste en la
conservación y transmisión a la posteridad de cierto misterio
importante... que llega a nosotros de los tiempos más remotos, incluso
del primer hombre. Tal vez dependa de ese misterio el destino del
género humano. Nadie puede conocerlo ni beneficiarse de él si no está
preparado por una larga y perseverante purificación: no todos pueden
esperar hallarlo en breve.
Por tanto, tenemos otra finalidad: preparar a nuestros
miembros en la medida de lo posible, corregir sus corazones,
purificarlos y dar luz a su intelecto, con medios que nos han sido
revelados por hombres que han trabajado en el descubrimiento de ese
misterio, y, por consiguiente, hacerlos aptos a recibirlo. Al
purificar a nuestros adeptos, procuraremos también corregir a todo el
género humano ofreciéndole con nuestros miembros el ejemplo de la
piedad y de la virtud. De esta forma luchamos con todas nuestras
fuerzas contra el mal que reina en el mundo. Medite sobre esto; ahora
volveré—dijo abandonando la estancia.
—Luchar contra el mal que domina el mundo—repitió
Pierre.
Se imaginó su futura actividad en esa esfera. Se le
representaron hombres tales como era él dos semanas atrás, y
mentalmente les dirigió un discurso aleccionador. Eran nombres
viciosos y desgraciados a los que ayudaba con hechos y palabras; eran
víctimas que salvaba de sus opresores. De los tres objetivos que había
expuesto el maestro, el último—el perfeccionamiento del género
humano—resultó particularmente afín a Pierre. El misterio importante
que había .mencionado excitaba su curiosidad, pero no le parecía
fundamental; y en cuanto al segundo objetivo, la purificación de su
persona, le interesaba poco, porque tenía la satisfacción de sentirse
enteramente corregido de sus antiguos vicios y predispuesto tan sólo
para el bien.
Al cabo de media hora, Smolianinov volvió para
entregarle las siete virtudes correspondientes a los siete grados del
templo de Salomón, que cada hermano debe labrar en sí mismo. Eran las
siguientes: 1ª, la discreción (la observancia del secreto de la
orden); 2ª, la obediencia a los superiores; 3ª, las buenas costumbres;
4ª, el amor a la Humanidad; 5ª, el valor; 6ªa, la generosidad, y 7ª,
el amor a la muerte.—Para conseguir la séptima, trate de meditar con
frecuencia sobre la muerte hasta que no le parezca un terrible
enemigo, sino un amigo... que libera el alma de esta penosa vida para
introducirla en la morada de las recompensas y de la paz.
«Así debe ser—pensó Pierre cuando, después de estas
palabras, Smolianinov se fué para dejarle reflexionar—. Si, así debe
ser, pero soy tan débil aún, que amo la vida, cuyo sentido empieza a
revelárseme ahora.» Contando con los dedos, Pierre recordó otras cinco
virtudes que sentía todas en su alma: el valor, la generosidad, las
buenas costumbres, el amor a la Humanidad y, sobre todo, la
obediencia, que no se le aparecería como una virtud, sino como una
dicha. Era feliz de librarse de su voluntad y someterla a los que
conocían la verdad indiscutible. A pesar de sus esfuerzos, no pudo
recordar la primera.
La tercera vez Smolianinov tardó menos en volver.
Preguntó a Pierre si seguía firme en su decisión y si estaba dispuesto
a someterse a todo lo que le exigieran.
—Estoy dispuesto a todo—replicó Pierre.
—Tengo que decirle también que nuestra orden no enseña
su doctrina sólo con palabras, sino por medios que obran con más
intensidad sobre el verdadero buscador de la sabiduría y de la virtud.
Este templo, por su decorado, ha debido esclarecerle las cosas más que
las palabras. Nuestra orden imita las sociedades antiguas, que
expresaban sus doctrinas por jeroglíficos. El jeroglífico es el
símbolo de una cosa abstracta que contiene en sí las propiedades del
objeto que simboliza.
Pierre sabía muy bien lo que era un jeroglífico, pero
no se atrevió a decirlo. Escuchó en silencio a Smolianinov,
presintiendo que en seguida empezarían las pruebas.
—Si está usted decidido, debo proceder a su
iniciación—dijo Smolianinov acercándose a Pierre—. En señal de
generosidad, le pido todos los objetos de valor.
—No tengo nada aquí—contestó Pierre, suponiendo que
debía entregar todo lo que poseía.
—Lo que lleva usted encima: el reloj, el dinero, los
anillos...
Pierre sacó apresuradamente el portamonedas y el reloj,
pero tardó mucho en quitarse la alianza de su grueso dedo. Cuando lo
hubo logrado, el masón le dijo:
—En señal de obediencia, ruego que se desnude.
Pierre se quitó el frac, el chaleco y la bota
izquierda.. El masón le desabrochó la camisa separándola hacia el lado
izquierdo; después se inclinó y le remangó la pernera izquierda del
pantalón, por encima de la rodilla. Pierre quiso descalzarse el pie
derecho y remangarse la otra pernera para evitar ese trabajo a un
hombre desconocido; pero Smolianinov le dijo que no era preciso
hacerlo, y le dio una zapatilla para el pie descalzo. Con una sonrisa
infantil, de vergüenza, duda y burla de sí mismo, que apareció
involuntariamente en su rostro, Pierre permanecía junto a Smolianinov.
Con los brazos caídos y las piernas separadas, esperó nuevas órdenes.
—Y finalmente, en señal de sinceridad, le ruego que me
revele su flaqueza principal.
—¡He tenido tantas!...—exclamó Pierre.
—La que le haga vacilar más en la senda de la
virtud—dijo el masón.
Pierre se quedó meditando en silencio.
«¿El vino? ¿La gula? ¿La ociosidad? ¿La pereza? ¿Los
arrebatos? ¿La ira? ¿Las mujeres?», pensó sopesando mentalmente sus
defectos sin saber cuál de ellos era el más importante.
—Las mujeres—dijo en voz baja, apenas perceptible.
El masón permaneció largo rato inmóvil y silencioso.
Finalmente, se acercó a Pierre y, tomando el pañuelo que estaba sobre
la mesa, le vendó de nuevo los ojos.
—Le digo por última vez que fije su atención sobre su
persona. Encadene sus sentidos y no busque la felicidad en las
pasiones, sino en su propio corazón. La fuente de la dicha no está
fuera, sino dentro de nosotros...
Hacía mucho que Pierre no había sentido esa fuente
vivificadora de felicidad que en aquel momento invadía su alma de
alegría y ternura.
CAPÍTULO IV
Poco después vino a buscar a Pierre su padrino, a quien
reconoció por la voz. A las nuevas preguntas que éste le hizo sobre la
firmeza de su decisión, Pierre contestó:
—Sí, si, estoy conforme.
Con una sonrisa alegre, avanzó pisando torpemente con
una bota y una zapatilla hacia Vilarski, quien apoyó una espada sobre
su pecho desnudo.
Desde allí le condujo por una serie de pasillos,
obligándole a andar hacia adelante y hacia atrás hasta que llegaron a
la puerta de la logia. Vilarski tosió, le respondieron con golpes
producidos con martillos y la puerta se abrió ante ellos. Una voz de
bajo (Pierre seguía con los ojos tapados) le preguntó quién era, dónde
estaba, cuándo había nacido, etc. Después lo llevaron a otro lugar,
siempre con la ven-
da en los ojos, y mientras andaba le decían alegorías
sobre la dificultad de su viaje, la sagrada amistad, el eterno
Constructor del mundo, y sobre la valentía con que debería sobrellevar
los trabajos y peligros. Durante ese recorrido, Pierre observó que tan
pronto le llamaban «el que busca», como «el que sufre» o «el que
pide», y que cada vez golpeaban de un modo distinto con los martillos
y las espadas. En un momento en que le acercaban a un objeto, notó que
sus guías estaban turbados. Oyó que discutían en voz baja y que
alguien insistía en que se le llevara por una alfombra. Después, uno
le tomó la mano derecha, se la apoyó sobre un objeto y le ordenó que
se llevase la izquierda al pecho y pronunciara la promesa de fidelidad
a las leyes de la orden, repitiendo unas palabras que alguien leyó.
Apagaron la vela y prendieron un poco de alcohol. Pierre se dio cuenta
de esto por el olor y por una pequeña luz que percibió.
Le quitaron el pañuelo y, como en un sueño, al débil
resplandor de la llama, vio varios hombres que estaban frente a él,
con mandiles semejantes al de Smolianinov. Sostenían unas espadas
apuntando hacia su pecho. Uno de ellos llevaba una camisa blanca
ensangrentada. Al ver esto, Pierre avanzó hacia las espadas deseando
que penetraran en su pecho. Pero apartaron las armas y en seguida
volvieron a ponerle el pañuelo en los ojos.
—Has visto la luz pequeña—le aclaró una voz.
Volvieron a encender las velas, dijeron que debía ver
la luz completa, le quitaron nuevamente el pañuelo y más de diez voces
pronunciaron las siguientes palabras: Sic
transit gloria mundi.
…
Después de permanecer echado durante un rato, le
mandaron que se levantara y le pusieron un mandil blanco de cuero,
igual a los que llevaban los demás. Le dieron una paleta y tres pares
de guantes. Entonces el gran maestro le habló. Le dijo que procurara
no mancillar la blancura del mandil, que simbolizaba la firmeza y la
castidad; después le explicó que con aquella paleta debía quitar los
vacíos de su corazón y alisar con indulgencia el del prójimo. En
cuanto a los guantes, añadió que no podía explicarle el significado
del primer par, pero que debía guardarlo. El segundo era para
ponérselo en las reuniones. Refiriéndose al tercero, unos guantes de
mujer, le dijo:
—Querido hermano, estos guantes son también para usted.
Entregúeselos a la mujer que más respete. Con este presente,
demostrará la pureza de su corazón a la que elija como mujer digna de
un masón.
Después de callar unos momentos, añadió:
—Pero tenga en cuenta, querido hermano, que estos
guantes no pueden cubrir unas manos impuras.
En el momento en que el gran maestro pronunciaba estas
palabras, Pierre creyó que el presidente se había turbado. Pierre se
aturdió aún más que él y enrojeció hasta saltársele las lágrimas, como
enrojecen los niños. Inquieto, empezó a volver la cabeza hacia los
lados, y sobrevino un silencio molesto.
Uno de los hermanos rompió aquella pausa al llevar a
Pierre hacia el tapiz, donde leyó en un cuaderno la explicación de
todas sus figuras: el sol, la luna, el martillo, la plomada, la
paleta, la piedra cúbica, la columna, las tres ventanas, etc. Después
indicaron a Pierre su sitio, le dijeron cuáles eran los signos de la
logia y la consigna para entrar. Finalmente, le permitieron que se
sentara. El gran maestro se puso a leer los estatutos. Eran muy largos
y, debido a la emoción y a la vergüenza, Pierre no estaba en
condiciones de enterarse. Se fijó únicamente en las últimas palabras,
que quedaron grabadas en su memoria:
«En nuestros templos no conocemos más grados—leyó el
gran maestro— que los que se hallan entre la virtud y el vicio. Ten
cuidado de no establecer diferencias que puedan quebrantar la
igualdad. Corre en ayuda de un hermano, sea quien fuere, indica el
camino al que se ha extraviado, levanta al caído y nunca sientas ira
ni odio hacia un hermano. Sé afectuoso y amable. Fomenta el fuego de
la virtud en todos los corazones. Comparte tu felicidad con el
prójimo, y que jamás la envidia perturbe este placer. Perdona a tu
enemigo, no te vengues de él, págale con el bien. Cumpliendo así la
ley suprema, encontrarás las huellas de tu antigua grandeza
malgastada», concluyó.
Y levantándose, abrazó y besó a Pierre.
Este, con lágrimas de alegría en los ojos, miraba en
torno suyo sin saber qué contestar a las felicitaciones de los que lo
rodeaban. En todos tan sólo veía a unos hermanos y ardía de
impaciencia por trabajar con ellos.
El gran maestro propuso que se procediera al último
rito. El alto funcionario, que tenía el cargo de limosnero, asó en
torno a los presentes con una oja. Pierre sintió deseos de apuntar
todo el dinero que poseía, pero temió que esto pareciera un signo de
orgullo. Por último, inscribió la misma cantidad que los demás.
La reunión había terminado. Al volver a su casa, le
parecía llegar de un largo viaje que hubiera durado años. Creía haber
cambiado por completo y haber perdido sus antiguas costumbres.
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